EL MARXISMO I(explicado a los niños)
Aunque desde el punto de vista filosófico el marxismo no pasa de ser una derivación no demasiado lógica del hegelianismo, llegó a adquirir tal fuerza y significación histórica como movimiento político social, que parece necesario dedicarle unas líneas que explique la combinación de teorías y actitudes espirituales que han producido tan extraordinario movimiento humano. Indudablemente, desde que Carlos Marx (1818-1883) escribió el Manifiesto comunista hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991, pasando por las Internacionales y por la revolución rusa, ha transcurrido una larga historia, con un tan extenso cúmulo de realidades diversas, que no cabe hacerse de ello una idea sin establecer algunas distinciones previas. El marxismo, en tanto que doctrina, abarca tres planos de ideas que, aunque involucrados en la mente de Marx y de los primeros marxistas, han alcanzado posteriormente un desarrollo muy desigual, con esferas de influencia también diferentes. El primero es una teoría puramente económica que ha sido superada y desmentida en buena parte por la evolución histórica posterior; teoría que, aunque no le falte fundamento en algunos aspectos, nadie sostiene hoy con pretensión científica. El segundo plano de ideas marxistas -más amplio y profundo que la anterior teoría- constituye la filosofía de la Historia del marxismo, y es lo que se conoce por materialismo histórico. Tampoco esta interpretación de la Historia puede hoy ser sostenida sin fuertes reservas y limitaciones, pero perdura al menos como actitud metódica en la investigación histórica. El tercer plano, en fin, constituye toda una concepción del Universo y de la vida, con una fe subyacente que es como la prolongación hasta sus últimas consecuencias del racionalismo moderno. Es la fe en la razón humana para organizar desde su raíz la sociedad humana, y esta fe no sólo permanece viva en el marxismo ortodoxo, sino que ha logrado extenderse hasta sectores muy alejados del marxismo que se ven influidos a menudo, de forma inconsciente, por los supuestos básicos del socialismo. Será preciso aludir a cada uno de estos tres órdenes de ideas.
La teoría económica de Marx se apoya en dos conceptos fundamentales y bien conocidos: el de la plusvalía y el de la llamada ley de concentración y de expropiación automática de la riqueza. El valor de los productos es para Marx equivalente al trabajo empleado en elaborarlos, medido en horas de jornal. No niega Marx que la utilidad sea condición de todo valor de uso, pero el valor de cambio está determinado por la cantidad de trabajo requerido en su producción. “Consideradas como tales valores, las mercancías no son más que trabajo humano cristalizado.” Así, el valor de cambio que produce un obrero que trabaje diez horas será éste precisamente, lo mismo trabaje en producir paños que carbón. A ese precio de diez horas de trabajo lo venderá el patrón. Pero éste, el capitalista --como dice Marx- no paga al obrero esas diez horas de trabajo, sino sólo una parte, cinco o menos; estrictamente lo necesario para mantener esa actividad de diez horas diarias, es decir, de acuerdo con la misma ley que determina el valor, “la cantidad de trabajo necesario para producir la fuerza del trabajo”. Un ingeniero, por ejemplo, sabe muy bien cuál es el valor de un caballo de vapor, que medirá en kilogramos de carbón empleados en producirlo. “Lo que caracteriza a la época capitalista es que la fuerza de trabajo adquiere la forma de una mercancía, Su valor se determina, como el de cualquier otra, por el tiempo necesario para su producción.” “El tiempo necesario para la producción de la fuerza de trabajo se resuelve en el tiempo de trabajo necesario para producir los medios de subsistencia de aquel que lo ejercita.” Lo cual no es mas que expresar en términos científicos la vieja ley clásica de Turgot y Ricardo que se llamó ley de bronce, según la cual los salarías tienden fatalmente a reducirse al mínimo necesario para la subsistencia. Este excedente de trabajo que el capitalista se apropia es lo que llama Marx plusvalía.
Para llegar a este régimen de asalariado en el que unos hombres -los capitalistas- pueden disponer de esa maravillosa mercancía que produce el fenómeno de la plusvalía, fue necesario un largo proceso, cuyos actos describe Marx en todo su dramatismo. El capital existía, sin duda, en la sociedad estamental anterior al predominio de la burguesía, pero bajo una forma vincular en la que la mayoría de los trabajadores poseían sus instrumentos de producción o se iban haciendo con ellos a lo largo de sus vidas. Pero no existía bajo aquella forma que Marx llama propiamente capital, que es todo aquello que produce una renta mediante el trabajo de otros. El régimen capitalista advino, a través de numerosas circunstancias históricas, que Marx analiza con prolijidad: apertura de nuevas vías de comunicación con la improvisación de nuevos capitales y de nuevos mercados, creación de los grandes bancos, compañías de colonización, formación de los estados modernos y de las deudas públicas, etc. Fenómenos todos que iniciaron la concentración de capitales en pocas manos y la paulatina expropiación de los artesanos modestos. Pero el objetivo del capitalismo tenía que ser la adquisición de esa mercancía única que tiene la virtud de engendrar la plusvalía; es decir, el trabajo a jornal.
Era preciso, para ello, desvincular esa fuerza del trabajo de sus instrumentos de producción, privar al artesano de la pequeña propiedad y de la propiedad comunal que lo protegía, suprimir la servidumbre y el régimen corporativo. Convirtiendo en libre el trabajo se brindaría al trabajador la coyuntura única de “venderse voluntariamente, puesto que ya no le quedaría otra cosa que vender”. El artesano que durante generaciones vendió sus modestos productos sin intermediario se vio un día en la alternativa de tener que venderse a sí mismo. La proclamación de los Derechos del Hombre y de la libertad de trabajo no fueron más que la expresión de la victoria capitalista.
Desde este momento el interés del capitalista se centrará en aumentar el margen de la plusvalía, en que radica su beneficio. Todo el posterior desarrollo de la gran empresa industrial -la civilización capitalista- irá dirigido a esa finalidad. Lo conseguirá por dos procedimientos: alargando en lo posible la jornada de trabajo y disminuyendo el número de horas dedicadas a producir la subsistencia del obrero. A este fin se tratará de emplear mujeres o niños, de manutención más económica, o se crearán economatos de consumo, que abaraten para el obrero de la empresa los productos de primera necesidad. En fin, provocando superproducción, con las consiguientes crisis y paros, obtendrá el capitalista una cantera inagotable de aspirantes a obreros sin otra posible exigencia que su material manutención. La característica de la teoría económica marxista es presentar los motivos y la génesis del capitalismo, no bajo el aspecto de una injusticia de origen humano y moral, ni siquiera como un desdichado azar o acontecimiento histórico; sino como la fase actual de una evolución necesaria. Aunque parezca paradójico, en esto radica la fuerza y la supervivencia del marxismo respecto a los demás socialismos de su época. El capitalista obrando así no roba al obrero ni hace cosa diferente de lo que podría hacer: paga la mano de obra a su justo precio, es decir, según la propia teoría, a su verdadero valor de cambio. Mark dice:”La cosa es clara el problema está resuelto en todos sus términos: la ley de los cambios ha sido rigurosamente observada: equivalente por equivalente.” No es el capitalismo obra de los capitalistas, sino éstos el producto humano de aquél. Incluso reconoce Marx al capitalismo el mérito de haber roto un estadio de economía cerrada e inmóvil dentro de la evolución económica general.
Pero, como queda dicho, su teoría de la plusvalía se completa con lo que él llama ley de concentración o de expropiación forzosa. Según ella, el librecambio capitalista es, a su vez, una fase de la evolución económica, que está en trance de perecer por las propias e internas fuerzas de disolución. Frente a la idea de los fisiócratas, para quienes el libre cambio era la ley natural y definitiva de la economía, Marx no otorga a éste más que un cometido transitorio e inestable, que se resolverá en el comunismo a través precisamente de la ley de concentración. El desarrollo incesante de la gran producción, ya bajo la forma del maquinismo, exige la formación de grandes sociedades y trusts, en los que el capitalista es expropiado por la superempresa internacional. Así se nutren por legiones las masas humanas, que con esa constante concentración en pocas manos, va haciendo entrar a innumerables propietarios en el salariado. De este modo el capitalismo trabaja por aumentar indefinidamente el número de sus enemigos natos: “la burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros”.
Paralelamente a este fenómeno, la superempresa se transforma en sociedad por acciones, en la cual la propiedad individual se volatiliza en títulos y cupones: se hace verdaderamente anónima, como dice la ley. La función de patronato y dirección, que era aneja a la propiedad, desaparece hasta del recuerdo; el beneficio capitalista se manifiesta en toda su desnudez como dividendo separado de todo trabajo personal y surgen dos tipos humanos bien distintos: el accionista parásito y el gerente asalariado. El momento en que el proceso de concentración haya llegado a su término será el de la automática expropiación socialista: de un plumazo todas las acciones de los capitalistas pasarán a nombre de la nación sin que nadie cambie, ni siquiera el gerente. Así, mediante la socialización de los instrumentos de producción -tierra, fábricas, capitales-, la propiedad revierte a sus verdaderos dueños, los trabajadores otros tiempo expropiados, pero en una forma nueva y colectiva. La expropiación socialista será, según Marx, la última de la historia, porque no se hará en beneficio de una clase, sino de todas, y adquirirá así una forma definitiva. Se operará así en el orden económico-social el mismo proceso dialéctico que en el pensamiento trascendental según Hegel: tesis, antítesis y síntesis. En la economía primitiva (manual) el trabajo y el capital se daban unidos bajo la estructura familiar (talleres artesanales, pequeña propiedad o aparcería rural). Tal fue la tesis del proceso. En una segunda fase capital y trabajo se separan: éste, en la gran empresa maquinista se hace asalariado, y aquel anónimo, capitalista.
Esta antítesis será superada por la síntesis dialéctica en la que capital y trabajo volverán a reunirse, pero no en el ámbito familiar sino en el colectivista.
Esta teoría estrictamente económica de Marx tiene numerosos fallos teóricos, que la posterior evolución ha puesto de manifiesto: los mismos marxistas no la defienden hoy más que como teoría regulativa, “dadas determinadas condiciones teóricas”, y en su valor para la acción. Ante todo, contra la opinión de Marx, el valor de cada producto no puede determinarse sólo por la cantidad de trabajo, supuesta su utilidad, sino por multitud de factores, algunos de raíz espiritual y difícilmente precisable, como el gusto o la moda. En segundo lugar, la ley de bronce o de reducción al mínimo de los salarios que Marx hereda, como racionalista, de la economía política clásica, especialmente de Ricardo, se ha visto desmentida por la realidad. Como es sabido, la gran expansión industrial posterior a Marx, principalmente la norteamericana, se ha basado en salarios relativamente altos, que reviertene en poder adquisitivo y abren nuevos mercados. En fin, el principio de concentración y expropiación automáticas tampoco se ha revelado como una verdadera ley. La socialización de empresas se ha operado más bien por un hecho revolucionario o por una ocupación militar que por una evolución normal, dado que en los países capitalistas es todavía muy vacilante y discutible, aun habiéndose operado la formación de los grandes trusts o superempresas.
Pero esta teoría económica de Marx se incluye, como indicamos, en otra más amplia y vigente, que es el materialismo histórico. Este -la llamada interpretación materialista de la Historia- constituye la sociología y la filosofía de la Historia marxistas. La diferencia fundamental que separa la teoría económica marxista de los otros socialismos (Fourier, Proudhon...) es que éstos tratan de establecer un deber ser en las relaciones laborales: deploran o condenan lo que en ese orden existe, y propugnan un sistema de reforma social. Marx, en cambio, pretende descubrir lo que es, y, como consecuencia, lo que necesariamente advendrá y las leyes científicas que rigen el proceso. Este supuesto descubrimiento del secreto de la Historia y de su futuro desenlace es lo que expresa el materialismo histórico: los medios y las relaciones de trabajo forman la estructura real de la sociedad y sobre ella se edifica lo demás -ideas, sistemas, creencias-, que constituyen la superestructura y evolucionan con aquella. “El molino a brazo engendra la sociedad del señor feudal; el molino a vapor, la sociedad capitalista o industrial.” En el prólogo a su Crítica de la Economía Política expresa esta tesis en términos más concisos y, a la vez, más moderados: “El modo de producción de la vida material determina, en general, el proceso social, político e intelectual de la vida. No es la conciencia del hombre lo que determina su manera de ser, sino que es su manera de ser social lo que determina su conciencia.” . Esta tesis tuvo en su tiempo una acogida y una difusión que rebasaron los límites del marxismo. El ideal racionalista de alcanzar una explicación científica, racional, de la realidad en todos sus sectores vio en esta teoría la posibilidad, sumamente deseable, de reducir el complejo e incierto mundo de la historia cultural humana al concreto sector de la economía, susceptible de ser expresado en leyes sencillas y comprobables. La dialéctica de la Historia, con su férreo eslabonamiento en tesis, antí- tesis y síntesis, quedaría así revelado por la economía, y con ella el secreto para prever y dominar el futuro de la humanidad.
Con posterioridad a Marx la crítica histórica, lo mismo que las investigaciones etnológicas y antropológicas, han demostrado ampliamente la insuficiencia de la tesis materialista al otorgar al mito y a la creencia, en su sentido radical, una prioridad sobre las mismas relaciones de producción y de trabajo, particularmente en la vida del primitivo, que es esencialmente mágico-religiosa. Sin embargo, el materialismo histórico ha pervivido, aun fuera del marxismo, como un método de investigación más que como una teoría. Frente a la antigua historiografía moralizadora y providencialista (la Historia, maestra de la vida), el materialismo histórico ha representado en la crítica moderna una versión del principio general de economía del pensamiento (no expliques por lo más lo que puedas explicar por lo menos).
Pero, en fin, este círculo de ideas filosófico-históricas de Marx (el materialismo histórico) se incluye a su vez en un círculo más amplio y, éste sí, de un influjo y una vigencia enormemente superiores a los de los anteriores estratos ideológicos. Se trata de lo que podríamos llamar la concepción del Universo, o más bien la fe íntima, del marxismo. Si la teoría puramente económica de Marx no se ve mantenida ahora ni aun por los marxistas estrictos, si del materialismo histórico sólo puede hablarse como supuesto metódico, este estrato más profundo del marxismo es hoy, en cambio, no sólo lo que mantiene la coherencia del mismo, sino una actitud mental difundida e infiltrada en sectores muy extensos, considerablemente-más amplios que el marxismo. Se trata de la fe en la posibilidad de la razón para organizar el mundo del hombre desde su raíz, para darle una nueva y definitiva estructura. Según un crítico marxista tres son las concepciones del Universo o las actitudes ante la vida que ha conocido el hombre moderno: la cristiana, la individualista o liberal y la marxista. La primera, parte de un orden o jerarquía externos, objetivos, y establece los fines y normas de la conducta humana, los deberes del hombre. La segunda se apoya en el individuo y supone una espontánea armonía entre la razón de ese individuo y el orden total de la realidad. Sólo con lograr la libertad del individuo y la espontaneidad del orden social se alcanzará una feliz coincidencia. La tercera, en fin --el marxismo-, no reconoce una estructura trascendente al hombre (metafísica), pero sí una estructura dinámica, un conflicto entre las condiciones reales en que se mueve el hombre de cada época (estructura económica), y las ideologías e instituciones de la superestructura.
El marxismo exigirá entonces una operación radical sobre el cuerpo social que consista en adaptarlo a la dialéctica materialista de la Historia, en sincronizar definitiva y racionalmente la superestructura con la estructura real y su dinámica. La gran fuerza de la actitud marxista, lo que la hizo predominar sobre las demás formas de socialismo y convertirse en un factor formidable de nuestro mundo actual fue su alianza con el cientificismo, es decir, su pretensión de entrañar una visión científicamente averiguada, cierta, de la evolución económica de la sociedad. En virtud de ese supuesto, “el comunismo ha de venir”, no simplemente “debe venir”, y esta convicción científica presta al marxista una reserva de seguridad incalculable, sólo comparable con la fe del creyente. Pero el marxismo añade a esta certeza de lo que advendrá un llamamiento a la acción para facilitar o apresurar su advenimiento. Tal es el sentido del “trabajadores de todos los países, uníos” del Manifiesto comunista. Tal el de las sucesivas reuniones de la Internacional, tal el de la acción del partido. Sin embargo, aquí radica la gran aporía o dificultad teórica de la actitud marxista. ¿Cómo es posible conciliar una concepción determinista del acontecer universal en el que todo sucede según leyes científicas inquebrantables, con la libertad e indeterminación que suponen la voluntaria unión de los trabajadores y su acción revolucionaria por un designio común?
El mundo antiguo, en sus sistemas culminantes, atravesó por una aporía semejante. Para estoicos y epicúreos el mundo estaba regido por un determinismo natural; todo acaece fatalmente según leyes insoslayables. Sin embargo, epicureísmo y estoicismo son sistemas de moral que predican una actitud y un comportamiento determinados en el hombre, en el sabio. ¿Cómo puede propugnarse una decisión libre y una conducta consecuente dentro de un mundo donde todos y cada uno están determinados a moverse según leyes y designios superiores? Los antiguos intentaron resolver la aporía mediante la neta diferenciación entre el fuero interno de la conciencia y el mundo exterior, entre lo que depende de uno mismo y la “varia fortuna” del acontecer exterior, regido por leyes necesarias. El hombre que ha de vivir un hecho inevitable --el condenado a muerte, por ejemplo-, puede, sin embargo, afrontarlo serena o desesperadamente. El ideal ético de la antigua sabiduría fue la imperturbabilidad ante el ciego acontecer exterior; el antiguo, que nunca pudo pensar en dominar el determinismo natural, aspiró, simplemente a afrontarlo conservando su libertad interior. Como fundamento metafísico último de esta posibilidad, los epicúreos propusieron su ilógica teoría del clinamen o ligera desviación de los átomos en su caer necesario. Lo mismo que un hombre que cae en el vacío no es libre de evitar la caída, pero puede desviar ligeramente su cuerpo por un impulso y caer en una o en otra postura, así los átomos anímicos no son libres de someterse o no a las leyes naturales, pero sí de adoptar una u otra actitud moral. La moderna actitud marxista ha buscado otra solución a esa antítesis entre determinismo y libertad de acción. La consciencia del determinismo universal -la ciencia- abre al hombre la posibilidad no ya de separarse desdeñosamente de él como el sabio antiguo, sino de poseerlo o dominarlo. El marxista es consciente de las leyes necesarias económicas que rigen la vida del hombre; lo es también del carácter de superestructura emanada del orden económico que tienen las ideologías e instituciones de cada época. Pero cree que esta misma consciencia científica le otorga el poder -por primera vez en la Historia- de adelantar esa formación de ideas e instituciones poniéndolas de acuerdo, sincronizándolas, con la evolución económica, es decir, con su ritmo y sus objetivos. De esta operación revolucionaria resultará el final de las luchas entre la estructura económica y la superestructura ideal: la justicia y la paz sobre la tierra.
Las últimas décadas han conocido, sin embargo, una evolución importante en la ideología (y la praxis) del marxismo. Se trata de la obra que el marxista Antonio Gramsci (1891- 1937) escribió durante sus últimos años en las cárceles de la Italia fascista. En ella se da una moderación de las tesis rigurosas del materialismo histórico con fines más bien tácticos. Para Gramsci las ideas y creencias no son simple emanación pasajera de la economía, sino que poseen una realidad que constituye la cultura en que cada hombre y cada pueblo vive inmerso. La idea propulsora del pensamiento gramsciano es que la Revolución nunca se realizará verdaderamente mientras no se produzca de un modo en cierto modo orgánico y dialéctico dentro de lo que Gramsci llama una cultura. que es lo que habrá que desmontar y sustituir al propio tiempo que se utiliza. Si la revolución brota de un hecho violento o de una ocupación militar, siempre será superficial y precaria, y se mantendrá asimismo en un estado violento. El hombre no es una unidad que se yuxtapone a otras para convivir, sino un conjunto de interrelaciones activas y conscientes. Todo hombre vive inmerso en una cultura que es organización mental, disciplina del yo interior y conquista de una superior conciencia a través de una autocrítica, que será motor del cambio. La vida humana es un entramado de convicciones, sentimientos, emociones e ideas; es decir, creación histórica y no naturaleza. De aquí el interés de Gramsci por el cristianismo al que considera germen vital de una cultura histórica que penetra la mente y la vida de los hombres, sus reacciones profundas. Será preciso, para que la revolución sea orgánica y “cultural”, adaptarse a lo existente y, por la vía de la crítica y la autoconciencia, desmontar los valores últimos y crear así una cultura nueva. El ariete para esa transformación será el Partido, voluntad colectiva y disciplina que tiende a hacerse universal. Su misión será la infiltración en la cultura vigente para transformarla en otra nueva materialista, al margen de la idea de Dios y de todo valor transcendente. Su arma principal será la lingüística (la gramática normativa) que penetre en el lenguaje coloquial, alterando el sentido de las palabras y sus connotaciones emocionales, hasta crear en quien habla una nueva actitud espiritual. Si se cambian los valores, se modifica el pensamiento y nace así una cultura distinta. El medio en que esta metamorfosis puede realizarse es el pluralismo ideológico de la democracia, que deja indefenso el medio cultural atacado, porque en ella sólo existen “opiniones” y todas son igualmente válidas. La labor se realizará actuando sobre los “centros de irradiación cultural” (universidades, foros públicos, medios de difusión, etc.) en los que, aparentando respetar su estructura y aun sus fines, se inoculará un criticismo que les lleve a su propia auto-destrucción. Si se logra infiltrar la democracia y el pluralismo en la propia Iglesia (que tiene en esa cultura el mismo papel rector que el Partido en la marxista), el éxito será fácil. La democracia moderna será como una anestesia que imposibilitará toda reacción en el paciente, aun cuando esté informado del sistema por el que está siendo penetrada su mente.
La teoría económica de Marx se apoya en dos conceptos fundamentales y bien conocidos: el de la plusvalía y el de la llamada ley de concentración y de expropiación automática de la riqueza. El valor de los productos es para Marx equivalente al trabajo empleado en elaborarlos, medido en horas de jornal. No niega Marx que la utilidad sea condición de todo valor de uso, pero el valor de cambio está determinado por la cantidad de trabajo requerido en su producción. “Consideradas como tales valores, las mercancías no son más que trabajo humano cristalizado.” Así, el valor de cambio que produce un obrero que trabaje diez horas será éste precisamente, lo mismo trabaje en producir paños que carbón. A ese precio de diez horas de trabajo lo venderá el patrón. Pero éste, el capitalista --como dice Marx- no paga al obrero esas diez horas de trabajo, sino sólo una parte, cinco o menos; estrictamente lo necesario para mantener esa actividad de diez horas diarias, es decir, de acuerdo con la misma ley que determina el valor, “la cantidad de trabajo necesario para producir la fuerza del trabajo”. Un ingeniero, por ejemplo, sabe muy bien cuál es el valor de un caballo de vapor, que medirá en kilogramos de carbón empleados en producirlo. “Lo que caracteriza a la época capitalista es que la fuerza de trabajo adquiere la forma de una mercancía, Su valor se determina, como el de cualquier otra, por el tiempo necesario para su producción.” “El tiempo necesario para la producción de la fuerza de trabajo se resuelve en el tiempo de trabajo necesario para producir los medios de subsistencia de aquel que lo ejercita.” Lo cual no es mas que expresar en términos científicos la vieja ley clásica de Turgot y Ricardo que se llamó ley de bronce, según la cual los salarías tienden fatalmente a reducirse al mínimo necesario para la subsistencia. Este excedente de trabajo que el capitalista se apropia es lo que llama Marx plusvalía.
Para llegar a este régimen de asalariado en el que unos hombres -los capitalistas- pueden disponer de esa maravillosa mercancía que produce el fenómeno de la plusvalía, fue necesario un largo proceso, cuyos actos describe Marx en todo su dramatismo. El capital existía, sin duda, en la sociedad estamental anterior al predominio de la burguesía, pero bajo una forma vincular en la que la mayoría de los trabajadores poseían sus instrumentos de producción o se iban haciendo con ellos a lo largo de sus vidas. Pero no existía bajo aquella forma que Marx llama propiamente capital, que es todo aquello que produce una renta mediante el trabajo de otros. El régimen capitalista advino, a través de numerosas circunstancias históricas, que Marx analiza con prolijidad: apertura de nuevas vías de comunicación con la improvisación de nuevos capitales y de nuevos mercados, creación de los grandes bancos, compañías de colonización, formación de los estados modernos y de las deudas públicas, etc. Fenómenos todos que iniciaron la concentración de capitales en pocas manos y la paulatina expropiación de los artesanos modestos. Pero el objetivo del capitalismo tenía que ser la adquisición de esa mercancía única que tiene la virtud de engendrar la plusvalía; es decir, el trabajo a jornal.
Era preciso, para ello, desvincular esa fuerza del trabajo de sus instrumentos de producción, privar al artesano de la pequeña propiedad y de la propiedad comunal que lo protegía, suprimir la servidumbre y el régimen corporativo. Convirtiendo en libre el trabajo se brindaría al trabajador la coyuntura única de “venderse voluntariamente, puesto que ya no le quedaría otra cosa que vender”. El artesano que durante generaciones vendió sus modestos productos sin intermediario se vio un día en la alternativa de tener que venderse a sí mismo. La proclamación de los Derechos del Hombre y de la libertad de trabajo no fueron más que la expresión de la victoria capitalista.
Desde este momento el interés del capitalista se centrará en aumentar el margen de la plusvalía, en que radica su beneficio. Todo el posterior desarrollo de la gran empresa industrial -la civilización capitalista- irá dirigido a esa finalidad. Lo conseguirá por dos procedimientos: alargando en lo posible la jornada de trabajo y disminuyendo el número de horas dedicadas a producir la subsistencia del obrero. A este fin se tratará de emplear mujeres o niños, de manutención más económica, o se crearán economatos de consumo, que abaraten para el obrero de la empresa los productos de primera necesidad. En fin, provocando superproducción, con las consiguientes crisis y paros, obtendrá el capitalista una cantera inagotable de aspirantes a obreros sin otra posible exigencia que su material manutención. La característica de la teoría económica marxista es presentar los motivos y la génesis del capitalismo, no bajo el aspecto de una injusticia de origen humano y moral, ni siquiera como un desdichado azar o acontecimiento histórico; sino como la fase actual de una evolución necesaria. Aunque parezca paradójico, en esto radica la fuerza y la supervivencia del marxismo respecto a los demás socialismos de su época. El capitalista obrando así no roba al obrero ni hace cosa diferente de lo que podría hacer: paga la mano de obra a su justo precio, es decir, según la propia teoría, a su verdadero valor de cambio. Mark dice:”La cosa es clara el problema está resuelto en todos sus términos: la ley de los cambios ha sido rigurosamente observada: equivalente por equivalente.” No es el capitalismo obra de los capitalistas, sino éstos el producto humano de aquél. Incluso reconoce Marx al capitalismo el mérito de haber roto un estadio de economía cerrada e inmóvil dentro de la evolución económica general.
Pero, como queda dicho, su teoría de la plusvalía se completa con lo que él llama ley de concentración o de expropiación forzosa. Según ella, el librecambio capitalista es, a su vez, una fase de la evolución económica, que está en trance de perecer por las propias e internas fuerzas de disolución. Frente a la idea de los fisiócratas, para quienes el libre cambio era la ley natural y definitiva de la economía, Marx no otorga a éste más que un cometido transitorio e inestable, que se resolverá en el comunismo a través precisamente de la ley de concentración. El desarrollo incesante de la gran producción, ya bajo la forma del maquinismo, exige la formación de grandes sociedades y trusts, en los que el capitalista es expropiado por la superempresa internacional. Así se nutren por legiones las masas humanas, que con esa constante concentración en pocas manos, va haciendo entrar a innumerables propietarios en el salariado. De este modo el capitalismo trabaja por aumentar indefinidamente el número de sus enemigos natos: “la burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros”.
Paralelamente a este fenómeno, la superempresa se transforma en sociedad por acciones, en la cual la propiedad individual se volatiliza en títulos y cupones: se hace verdaderamente anónima, como dice la ley. La función de patronato y dirección, que era aneja a la propiedad, desaparece hasta del recuerdo; el beneficio capitalista se manifiesta en toda su desnudez como dividendo separado de todo trabajo personal y surgen dos tipos humanos bien distintos: el accionista parásito y el gerente asalariado. El momento en que el proceso de concentración haya llegado a su término será el de la automática expropiación socialista: de un plumazo todas las acciones de los capitalistas pasarán a nombre de la nación sin que nadie cambie, ni siquiera el gerente. Así, mediante la socialización de los instrumentos de producción -tierra, fábricas, capitales-, la propiedad revierte a sus verdaderos dueños, los trabajadores otros tiempo expropiados, pero en una forma nueva y colectiva. La expropiación socialista será, según Marx, la última de la historia, porque no se hará en beneficio de una clase, sino de todas, y adquirirá así una forma definitiva. Se operará así en el orden económico-social el mismo proceso dialéctico que en el pensamiento trascendental según Hegel: tesis, antítesis y síntesis. En la economía primitiva (manual) el trabajo y el capital se daban unidos bajo la estructura familiar (talleres artesanales, pequeña propiedad o aparcería rural). Tal fue la tesis del proceso. En una segunda fase capital y trabajo se separan: éste, en la gran empresa maquinista se hace asalariado, y aquel anónimo, capitalista.
Esta antítesis será superada por la síntesis dialéctica en la que capital y trabajo volverán a reunirse, pero no en el ámbito familiar sino en el colectivista.
Esta teoría estrictamente económica de Marx tiene numerosos fallos teóricos, que la posterior evolución ha puesto de manifiesto: los mismos marxistas no la defienden hoy más que como teoría regulativa, “dadas determinadas condiciones teóricas”, y en su valor para la acción. Ante todo, contra la opinión de Marx, el valor de cada producto no puede determinarse sólo por la cantidad de trabajo, supuesta su utilidad, sino por multitud de factores, algunos de raíz espiritual y difícilmente precisable, como el gusto o la moda. En segundo lugar, la ley de bronce o de reducción al mínimo de los salarios que Marx hereda, como racionalista, de la economía política clásica, especialmente de Ricardo, se ha visto desmentida por la realidad. Como es sabido, la gran expansión industrial posterior a Marx, principalmente la norteamericana, se ha basado en salarios relativamente altos, que reviertene en poder adquisitivo y abren nuevos mercados. En fin, el principio de concentración y expropiación automáticas tampoco se ha revelado como una verdadera ley. La socialización de empresas se ha operado más bien por un hecho revolucionario o por una ocupación militar que por una evolución normal, dado que en los países capitalistas es todavía muy vacilante y discutible, aun habiéndose operado la formación de los grandes trusts o superempresas.
Pero esta teoría económica de Marx se incluye, como indicamos, en otra más amplia y vigente, que es el materialismo histórico. Este -la llamada interpretación materialista de la Historia- constituye la sociología y la filosofía de la Historia marxistas. La diferencia fundamental que separa la teoría económica marxista de los otros socialismos (Fourier, Proudhon...) es que éstos tratan de establecer un deber ser en las relaciones laborales: deploran o condenan lo que en ese orden existe, y propugnan un sistema de reforma social. Marx, en cambio, pretende descubrir lo que es, y, como consecuencia, lo que necesariamente advendrá y las leyes científicas que rigen el proceso. Este supuesto descubrimiento del secreto de la Historia y de su futuro desenlace es lo que expresa el materialismo histórico: los medios y las relaciones de trabajo forman la estructura real de la sociedad y sobre ella se edifica lo demás -ideas, sistemas, creencias-, que constituyen la superestructura y evolucionan con aquella. “El molino a brazo engendra la sociedad del señor feudal; el molino a vapor, la sociedad capitalista o industrial.” En el prólogo a su Crítica de la Economía Política expresa esta tesis en términos más concisos y, a la vez, más moderados: “El modo de producción de la vida material determina, en general, el proceso social, político e intelectual de la vida. No es la conciencia del hombre lo que determina su manera de ser, sino que es su manera de ser social lo que determina su conciencia.” . Esta tesis tuvo en su tiempo una acogida y una difusión que rebasaron los límites del marxismo. El ideal racionalista de alcanzar una explicación científica, racional, de la realidad en todos sus sectores vio en esta teoría la posibilidad, sumamente deseable, de reducir el complejo e incierto mundo de la historia cultural humana al concreto sector de la economía, susceptible de ser expresado en leyes sencillas y comprobables. La dialéctica de la Historia, con su férreo eslabonamiento en tesis, antí- tesis y síntesis, quedaría así revelado por la economía, y con ella el secreto para prever y dominar el futuro de la humanidad.
Con posterioridad a Marx la crítica histórica, lo mismo que las investigaciones etnológicas y antropológicas, han demostrado ampliamente la insuficiencia de la tesis materialista al otorgar al mito y a la creencia, en su sentido radical, una prioridad sobre las mismas relaciones de producción y de trabajo, particularmente en la vida del primitivo, que es esencialmente mágico-religiosa. Sin embargo, el materialismo histórico ha pervivido, aun fuera del marxismo, como un método de investigación más que como una teoría. Frente a la antigua historiografía moralizadora y providencialista (la Historia, maestra de la vida), el materialismo histórico ha representado en la crítica moderna una versión del principio general de economía del pensamiento (no expliques por lo más lo que puedas explicar por lo menos).
Pero, en fin, este círculo de ideas filosófico-históricas de Marx (el materialismo histórico) se incluye a su vez en un círculo más amplio y, éste sí, de un influjo y una vigencia enormemente superiores a los de los anteriores estratos ideológicos. Se trata de lo que podríamos llamar la concepción del Universo, o más bien la fe íntima, del marxismo. Si la teoría puramente económica de Marx no se ve mantenida ahora ni aun por los marxistas estrictos, si del materialismo histórico sólo puede hablarse como supuesto metódico, este estrato más profundo del marxismo es hoy, en cambio, no sólo lo que mantiene la coherencia del mismo, sino una actitud mental difundida e infiltrada en sectores muy extensos, considerablemente-más amplios que el marxismo. Se trata de la fe en la posibilidad de la razón para organizar el mundo del hombre desde su raíz, para darle una nueva y definitiva estructura. Según un crítico marxista tres son las concepciones del Universo o las actitudes ante la vida que ha conocido el hombre moderno: la cristiana, la individualista o liberal y la marxista. La primera, parte de un orden o jerarquía externos, objetivos, y establece los fines y normas de la conducta humana, los deberes del hombre. La segunda se apoya en el individuo y supone una espontánea armonía entre la razón de ese individuo y el orden total de la realidad. Sólo con lograr la libertad del individuo y la espontaneidad del orden social se alcanzará una feliz coincidencia. La tercera, en fin --el marxismo-, no reconoce una estructura trascendente al hombre (metafísica), pero sí una estructura dinámica, un conflicto entre las condiciones reales en que se mueve el hombre de cada época (estructura económica), y las ideologías e instituciones de la superestructura.
El marxismo exigirá entonces una operación radical sobre el cuerpo social que consista en adaptarlo a la dialéctica materialista de la Historia, en sincronizar definitiva y racionalmente la superestructura con la estructura real y su dinámica. La gran fuerza de la actitud marxista, lo que la hizo predominar sobre las demás formas de socialismo y convertirse en un factor formidable de nuestro mundo actual fue su alianza con el cientificismo, es decir, su pretensión de entrañar una visión científicamente averiguada, cierta, de la evolución económica de la sociedad. En virtud de ese supuesto, “el comunismo ha de venir”, no simplemente “debe venir”, y esta convicción científica presta al marxista una reserva de seguridad incalculable, sólo comparable con la fe del creyente. Pero el marxismo añade a esta certeza de lo que advendrá un llamamiento a la acción para facilitar o apresurar su advenimiento. Tal es el sentido del “trabajadores de todos los países, uníos” del Manifiesto comunista. Tal el de las sucesivas reuniones de la Internacional, tal el de la acción del partido. Sin embargo, aquí radica la gran aporía o dificultad teórica de la actitud marxista. ¿Cómo es posible conciliar una concepción determinista del acontecer universal en el que todo sucede según leyes científicas inquebrantables, con la libertad e indeterminación que suponen la voluntaria unión de los trabajadores y su acción revolucionaria por un designio común?
El mundo antiguo, en sus sistemas culminantes, atravesó por una aporía semejante. Para estoicos y epicúreos el mundo estaba regido por un determinismo natural; todo acaece fatalmente según leyes insoslayables. Sin embargo, epicureísmo y estoicismo son sistemas de moral que predican una actitud y un comportamiento determinados en el hombre, en el sabio. ¿Cómo puede propugnarse una decisión libre y una conducta consecuente dentro de un mundo donde todos y cada uno están determinados a moverse según leyes y designios superiores? Los antiguos intentaron resolver la aporía mediante la neta diferenciación entre el fuero interno de la conciencia y el mundo exterior, entre lo que depende de uno mismo y la “varia fortuna” del acontecer exterior, regido por leyes necesarias. El hombre que ha de vivir un hecho inevitable --el condenado a muerte, por ejemplo-, puede, sin embargo, afrontarlo serena o desesperadamente. El ideal ético de la antigua sabiduría fue la imperturbabilidad ante el ciego acontecer exterior; el antiguo, que nunca pudo pensar en dominar el determinismo natural, aspiró, simplemente a afrontarlo conservando su libertad interior. Como fundamento metafísico último de esta posibilidad, los epicúreos propusieron su ilógica teoría del clinamen o ligera desviación de los átomos en su caer necesario. Lo mismo que un hombre que cae en el vacío no es libre de evitar la caída, pero puede desviar ligeramente su cuerpo por un impulso y caer en una o en otra postura, así los átomos anímicos no son libres de someterse o no a las leyes naturales, pero sí de adoptar una u otra actitud moral. La moderna actitud marxista ha buscado otra solución a esa antítesis entre determinismo y libertad de acción. La consciencia del determinismo universal -la ciencia- abre al hombre la posibilidad no ya de separarse desdeñosamente de él como el sabio antiguo, sino de poseerlo o dominarlo. El marxista es consciente de las leyes necesarias económicas que rigen la vida del hombre; lo es también del carácter de superestructura emanada del orden económico que tienen las ideologías e instituciones de cada época. Pero cree que esta misma consciencia científica le otorga el poder -por primera vez en la Historia- de adelantar esa formación de ideas e instituciones poniéndolas de acuerdo, sincronizándolas, con la evolución económica, es decir, con su ritmo y sus objetivos. De esta operación revolucionaria resultará el final de las luchas entre la estructura económica y la superestructura ideal: la justicia y la paz sobre la tierra.
Las últimas décadas han conocido, sin embargo, una evolución importante en la ideología (y la praxis) del marxismo. Se trata de la obra que el marxista Antonio Gramsci (1891- 1937) escribió durante sus últimos años en las cárceles de la Italia fascista. En ella se da una moderación de las tesis rigurosas del materialismo histórico con fines más bien tácticos. Para Gramsci las ideas y creencias no son simple emanación pasajera de la economía, sino que poseen una realidad que constituye la cultura en que cada hombre y cada pueblo vive inmerso. La idea propulsora del pensamiento gramsciano es que la Revolución nunca se realizará verdaderamente mientras no se produzca de un modo en cierto modo orgánico y dialéctico dentro de lo que Gramsci llama una cultura. que es lo que habrá que desmontar y sustituir al propio tiempo que se utiliza. Si la revolución brota de un hecho violento o de una ocupación militar, siempre será superficial y precaria, y se mantendrá asimismo en un estado violento. El hombre no es una unidad que se yuxtapone a otras para convivir, sino un conjunto de interrelaciones activas y conscientes. Todo hombre vive inmerso en una cultura que es organización mental, disciplina del yo interior y conquista de una superior conciencia a través de una autocrítica, que será motor del cambio. La vida humana es un entramado de convicciones, sentimientos, emociones e ideas; es decir, creación histórica y no naturaleza. De aquí el interés de Gramsci por el cristianismo al que considera germen vital de una cultura histórica que penetra la mente y la vida de los hombres, sus reacciones profundas. Será preciso, para que la revolución sea orgánica y “cultural”, adaptarse a lo existente y, por la vía de la crítica y la autoconciencia, desmontar los valores últimos y crear así una cultura nueva. El ariete para esa transformación será el Partido, voluntad colectiva y disciplina que tiende a hacerse universal. Su misión será la infiltración en la cultura vigente para transformarla en otra nueva materialista, al margen de la idea de Dios y de todo valor transcendente. Su arma principal será la lingüística (la gramática normativa) que penetre en el lenguaje coloquial, alterando el sentido de las palabras y sus connotaciones emocionales, hasta crear en quien habla una nueva actitud espiritual. Si se cambian los valores, se modifica el pensamiento y nace así una cultura distinta. El medio en que esta metamorfosis puede realizarse es el pluralismo ideológico de la democracia, que deja indefenso el medio cultural atacado, porque en ella sólo existen “opiniones” y todas son igualmente válidas. La labor se realizará actuando sobre los “centros de irradiación cultural” (universidades, foros públicos, medios de difusión, etc.) en los que, aparentando respetar su estructura y aun sus fines, se inoculará un criticismo que les lleve a su propia auto-destrucción. Si se logra infiltrar la democracia y el pluralismo en la propia Iglesia (que tiene en esa cultura el mismo papel rector que el Partido en la marxista), el éxito será fácil. La democracia moderna será como una anestesia que imposibilitará toda reacción en el paciente, aun cuando esté informado del sistema por el que está siendo penetrada su mente.