JESUS y EL CRISTIANISMO
Hace dos mil años, la Divinidad se encarnó en este planeta para mostrar a toda la humanidad el sendero glorioso que conduce a la vida eterna, pudiendo vivir realmente la vida divina sobre esta tierra. Jesús no era un ser humano ordinario. Era el poder y el amor divinos, encarnados en este planeta con un propósito especial y divino. Su advenimiento tuvo como finalidad cumplir el plan divino para este mundo. Su manera de actuar y su propia vida así lo demuestran. El momento y la forma del nacimiento de Jesús revelan una profunda ley espiritual. Jesucristo no nació en un gran palacio. No nació de padres adinerados ni cultos. Ni tampoco nació a plena luz del día para que todos los hombres lo advirtiesen. Jesucristo nació en un lugar tan sencillo y solitario como el rincón de un establo. Nació de padres humildes y pobres que no tenían nada de lo que alardear, excepto de su carácter sin tacha y de su santidad. Nació, además, en la oscuridad, en la oscura hora de la medianoche sin que nadie lo advirtiese, excepto algunas personas buenas.
Lo antedicho demuestra que el despertar espiritual le llega al aspirante que es perfectamente humilde, llano y “pobre de espíritu”. La cualidad de la humildad verdadera es uno de los fundamentos indispensables, al que siguen la sencillez, la santidad y la renunciación a todo deseo de riqueza mundana y al orgullo del saber. En tercer lugar, de la misma manera que Cristo nació en la oscuridad sin que el mundo lo supiese, el advenimiento del espíritu de Cristo tiene lugar en el interior del hombre, cuando se tiene una autorrenunciación y autoabnegación totales.
Ése es el nacimiento a la vida divina. Fue el secreto de ese nacimiento lo que hace tantos siglos Jesús explicó dulcemente al buen Nicodemo. El buen hombre no entendía lo que quería decir Cristo precisamente cuando enseñaba que un hombre debía nacer de nuevo para alcanzar el Reino de Dios. “¿Cómo puede ser eso?”, preguntaba Nicodemo. Y fue entonces cuando Cristo explicó que ese nacimiento había de ser interno; no del cuerpo, sino del Espíritu. Un nacimiento espiritual interno tal es esencial para alcanzar lo Supremo y experimentar la verdadera dicha.
La sencillez y fuerza de las palabras de Jesús
El modo en que Jesús vivió y enseñó fue simple, aunque sublime. Su manera de enseñar era extraordinaria. Jesús no era un estudioso académico. No podía alardear de títulos ni doctorados. No era un Pundit, o erudito. No poseía ninguna pericia o maestría sobre ningún tipo de arte práctico o ciencia. No se dedicaba a la oratoria grandilocuente ni a dar sermones eruditos desde un púlpito. Cuando hablaba, lo hacía brevemente y empleando pocas palabras. Sus expresiones eran breves, enérgicas y casi aforísticas. Pero sus palabras vibraban con un poder extraordinario que no pertenecía a este mundo. Las palabras de Jesús eran vitales y ardientes. Se encendían hasta en lo más profundo de la conciencia de quienes le escuchan. ¿Por qué razón? Cuando Jesús hablaba, sus santas palabras provenían de las profundidades de un amor ilimitado y de una compasión infinita y divina, que emocionaban una y otra vez a quienes le escuchaban, haciendo surgir en ellos un deseo poderoso, que les consumía, de hacer el bien a los hombres, de servirles, ayudarles y salvarles. Esta compasión por purificar, elevar y salvar a la humanidad constituye verdaderamente el Sagrado Corazón de Jesucristo. Ese amor avivaba sus palabras con una fuerza divina, que las hacía permanecer por siempre en los corazones de quienes tuvieron la fortuna de escucharle.
El cristianismo
El cristianismo deriva su nombre de Cristo. Defiende la idea de un Dios personal. No hay mucho en él de filosofía profunda ni de Sádhana yóguico, y ello tiene una razón. Jesús tenía que tratar con pescadores ignorantes de Galilea, por lo que sólo les dio preceptos morales y les mostró un estilo de vida recto. El cristianismo se basa, principalmente, en el judaísmo y el budismo. Las doctrinas de la religión cristiana están todas ellas tomadas del judaísmo. Jesús nunca pretendió abolir el judaísmo y establecer una religión propia, sino que dijo:
“No penséis que he venido para destruir la ley ni los profetas. No he venido para destruir, sino para cumplir. Pues en verdad os digo que mientras existan el cielo y la tierra, no habrá nadie que transgreda en modo alguno la ley, hasta que todo se haya cumplido. Quien rompa, por tanto, uno solo de estos mandamientos y enseñe a los hombres a hacerlo, ése será llamado el último al Reino de los Cielos, mientras que quien los cumpla y los enseñe, ése será engrandecido en el Reino de los Cielos.”
El cristianismo surgió de la sabiduría de la India y se propagó sobre el antiguo judaísmo. El budismo prevalecía en Palestina, donde Cristo nació. Éste mismo lo conoció a través de San Juan Bautista. Hay una similitud asombrosa entre el budismo y el cristianismo, en sus preceptos, en sus formas y ceremonias, en el estilo arquitectónico de sus templos, e incluso en el relato de la vida de sus fundadores. Los dogmas o doctrinas metafísicas del cristianismo son los mismos que los del judaísmo, pero sus preceptos morales son mucho más elevados y nobles que los de los profetas judíos. El cristianismo debe al budismo esa moral más elevada que. lo distingue del judaísmo. Los preceptos y enseñanzas morales del budismo tienen mucho en común con los del cristianismo. El mismo Cristo no enseñó dogmas. La enseñanza de Jesús, principalmente ética, se encierra en el Sermón de la Montaña, en el Padre Nuestro y en las parábolas llamadas del Buen Samaritano, del Hijo Pródigo y del Cordero y las Cabras. Dejando aparte toda teoría filosófica obstrusa y sutiles investigaciones intelectuales, Jesús explicó al hombre cómo debía vivir, qué debía pensar, qué debía sentir y qué debía hacer. Para ello, disfrazó incluso las más elevadas verdades de la vida espiritual con historias y parábolas sencillas, que incluso el hombre común de la calle podía captar y entender fácilmente. Revestida en forma de parábolas sencillas, la más profunda sabiduría de la vida espiritual era así expresada a los hombres a través de las palabras dulces y benditas del Divino Jesús. Jesús explicó la verdadera naturaleza de Dios, el hombre y el mundo en que éste vivía. Enseñaba a las gentes a cambiar su manera de ver las cosas. Les decía que si cambiaban su visión de la vida, de su aspecto material al espiritual, se darían cuenta de que el mundo en que vivían era el Reino de Dios. Jesús no ha dejado ningún texto escrito sobre sus importantes enseñanzas. Transmitió todas sus enseñanzas oralmente. Ni él ni sus seguidores escribieron nunca durante su vida ni una sola palabra que él dijese. Las palabras de Jesús no se recogieron hasta varias generaciones después de haber sido dichas. Sus palabras han sido malentendidas, mal escritas, mutiladas, deformadas y transformadas. Y, sin embargo, han sobrevivido casi dos mil años, pues eran muy poderosas y provenían del corazón de un Yogui realizado.
La voz de Jesús es realmente la voz del Ser Eterno. A través de ella se expresa la llamada de lo Infinito a lo finito, o del Ser Cósmico al ser individual: la llamada de Dios al hombre. Jesús declara: “No puedes servir a la vez a Dios y a la Riqueza”. En otras palabras, su enseñanza implica desapegarse a la vez que apegarse. Desapegarse de los objetos materiales de este mundo transitorio y apegarse al tesoro espiritual eterno del Atman. Cristo nos enseña así el gran sendero que va más allá de todo pecado y tristeza.
La vida de Jesús
Jesús fue la encarnación de sus propias enseñanzas. En él podemos contemplar la santidad, bondad, amabilidad, misericordia, dulzura y justicia perfectas. El dijo: “Yo soy la Verdad, el Camino y la Vida.” Fue la encarnación de todo lo mejor, lo más sublime y lo más bello. Constituye el modelo o ideal más perfecto de la humanidad. Fue un filósofo, profeta, preceptor y reformador. Siempre practicaba cuanto enseñaba.
Sobre la personalidad sublime de Jesucristo descansaba, como un manto divino, una pureza inmácula y casi sobrenatural. Su vida fue una bella combinación de Ñana, Bhakti y Karma. El ideal del desarrollo integral de la cabeza, el corazón y la mano hizo de su vida un modelo para que la humanidad lo imite durante toda la eternidad. Cristo era siempre consciente de su identidad inseparable con el Ser Supremo. Sin embargo, la devoción y el amor profundos hacia el Dios personal también encontraban constantemente expresión en él en forma de oraciones, alabanzas y ensalzamientos. En su vida diaria, Jesús era la verdadera personificación del espíritu del Karma Yogui. Su vida entera fue un continuo ministerio hacia los afligidos. Sus pies se dirigían sólo hacia donde su ayuda fuese requerida. Si sus manos se movían, lo hacían sólo en ayuda del afligido y del oprimido. Su lengua hablaba sólo para proferir palabras suaves y dulces de compasión, consuelo, inspiración e iluminación. Con el solo brillo de sus ojos yóguicos y luminosos, Jesús despertaba, elevaba y transformaba a todos aquellos hacia quienes dirigía su mirada. Sentía, pensaba, hablaba y actuaba sólo para el bien de los demás. Y en medio de todo ello, experimentaba consciente e ininterrumpidamente la frase: “Yo y mi Padre somos uno.” Su vida fue la de un sabio en Sahaya Samadhi.
La vida de Jesús manifiesta un heroísmo silencioso, aunque supremo, ante la oposición, persecución e incomprensión más radicales. Él dio ejemplo de cómo el aspirante rechaza las tentaciones en el sendero espiritual. Mucho antes del drama externo de la crucifixión, Jesús se había ya crucificado a sí mismo voluntariamente, aniquilando el ser inferior y viviendo una vida puramente divina. Jesús era el mismo Dios. La Sagrada Escritura nos lo recuerda una y otra vez. Sin embargo, ¿por qué tuvo que padecer tanta persecución y sufrimiento? ¿No podía acaso haber arrasado a sus enemigos con el simple ejercicio de su voluntad divina? Sí, pero la encarnación suprema del amor que era Jesús deseaba que su propia vida fuese un ejemplo a seguir por las gentes. Por ello, se comportaba como cualquier otro ser humano, dando ejemplo al hacerlo así, durante su corta y memorable vida, del gran Sermón que dio en la Montaña.
Jesús y el hombre moderno
En verdad que Jesús derramó su sangre en la Cruz por la redención de su pueblo. Mas ahora, desde su asiento eterno en el Reino de Dios, su corazón divino y compasivo sangra aún más profusamente. Pues las gentes de su época ignoraban la ley y por ello erraron. Pero la gente del
mundo moderno tiene ahora la luz resplandeciente de la vida y las enseñanzas de Jesús, que iluminan el sendero de la rectitud. Y, sin embargo, caminan a sabiendas por el sendero de la oscuridad, la ignorancia, el pecado, el egoísmo, la sensualidad y la aflicción. Si su corazón misericordioso derramó su sangre por los pecadores ignorantes, ¡cuánto más no lo hará ahora por los pecados de quienes yerran ignorando Su Luz!
¿Es éste el modo en que espera la humanidad mostrar su gratitud al Salvador? No y mil veces no. Nunca es demasiado tarde para corregirse.
Estudia de nuevo los Evangelios. Medita en la forma resplandeciente, espiritual y divina de Jesús. ¡Cuán dulce, cuán compasivo, cuán suave y amable era! Y, sin embargo, no fue indulgente consigo mismo. Se alejó resueltamente de Satanás, no porque pudiese ser tentado, sino para darnos ejemplo.
Las pruebas y tentaciones surgen para ser vencidas por los valientes. Las pruebas y las situaciones dolorosas se producen para fortalecer tu mente y purificar tu corazón. Son, por así decir, los sabios que descubren al Jesús que hay en ti. Sucumbir a esas pruebas supone una debilidad. Ayunar, orar, discriminar y vencer esos obstáculos con ayuda de la gracia del Señor supone un heroísmo espiritual. Cuando se logra la victoria, la verdadera humildad es sentir, realizar y proclamar que fue la gracia del Señor lo que te capacitó para ello. La humildad es virtud; la debilidad es pecado. Aprende esta importante lección de la vida de Jesús. Estudia una y otra vez el Sermón de la Montaña. Medita sobre él.
Escoge una tras otra las instrucciones del Señor y esfuérzate mes tras mes diligentemente en ponerlas en práctica. Así crecerás hasta convertirte en un digno hijo de Jesús. Así reencarnarás a Jesús en tu propio corazón. Hoy día hay muchas personas que siguen sincera y verdaderamente las enseñanzas del Salvador. Jesús se ha reencarnado en sus corazones para guiarte y conducirte hacia el Reino de Dios, en donde tiene su asiento supremo. ¡Que todos caminéis por el sendero que Jesús estableció! ¡Que todos seáis encarnaciones vivas del Sermón de la Montaña! ¡Que realicéis el Reino de Dios dentro de vosotros mismos aquí y ahora!
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